Canturreaba feliz aquella tarde. Se había puesto el mejor de sus delantales y estaba entusiasmado con la idea de ponerse a cocinar y darse una buena comilona en la cena de su cumpleaños.
Buscó concienzudamente en la alacena las especias que mejor acompañaban aquel plato de carne. Ilusionado como estaba, procedió a ordenar los frascos de cristal sobre la encimera en orden alfabético. Luego se paró a contemplar lo que había organizado con una sonrisa de satisfacción.
Después hizo un repaso mental: sartén, espumadera, fondue, pinchos, tenedor de carne, cuchillo de carne, cerillas para la cocina de gas, trapo. Tenía todo preparado y a mano. De nuevo se sorprendió de lo organizado que era para aquellas cosas.
Último repaso mental antes de empezar el ritual de cocina. Ingredientes, a saber, aceite, sí, carne, sí, condimentos, sí, salsas, sí, tomates naturales, sí. Todo listo.
Con una cara de ensoñación y concentración, como aquella que los artistas tienen mientras paren la obra que marcará sus vidas, Mario comenzó a preparar su banquete. Fileteó la carne y entonces comenzó a dolerle el brazo izquierdo, de forma punzante y aguda, los tendones se tensaron, el corazón bombeo más sangre debido a la tensión y el centro del dolor de su cerebro le lanzaba órdenes intensas.
La cara de felicidad de Mario se vio interrumpida por una sensación de dolor y enfado. No podía creer que aquella pequeñez arruinase su cena, su obra maestra. Pese a lo que sus sentidos le decían, que parase, que fuese a un médico, desatendiendo a la razón, él siguió cocinando. A medida que seguía preparando el mejor plato de carne que jamás había probado, el dolor aumentaba en intensidad, había subido del antebrazo al brazo y ahora se aproximaba al hombro, el brazo paralizado a causa de las punzadas, pero en la mente de Mario aquello se desvanecía dando prioridad al hambre que tenía, a las ganas de probar aquel plato.
Siguió dorando la carne, el dolor ahora se había apoderado de su abdomen, obligándole a inclinarse sobre la sartén para poder seguir adelante con su objetivo. Serio, centrado, sin cejar en su empeño. Incluso cuando el dolor había empezado a bajar por el muslo, rumbo a la rodilla, él siguió flexionado, con el rostro reflejado en el aceite, abriendo sus poros a base de vapor de aceite de oliva.
Al calvario al que le sometían sus emociones no podía impedir que Mario, maltrecho y encorvado llevase la fuente de carne dorada hacia la mesa, ni que preparase los tomates para acompañar, ni que abriese los tarros de salsas del mundo para carne, ni que tomase asiento y contemplase su obra.
Mario, a pesar del suplicio que pasaba, decidió seguir adelante y probar el delicioso plato. Ya habría tiempo para otras cosas. Cortó con dificultad un trozo de carne, lo pinchó con el tenedor y se lo llevó a la boca. Con cuidado, con una precisión de médico, introdujo el bocado cumbre de su vida como chef amateur. Y fue como lo había esperado, delicioso, jugoso, era la carne más tierna y fresca que había probado jamás. Además, provenía de una fuente de increíble confianza, cuidada y mimada con esmero durante años.
Y entonces, una fuerte desazón le invadió, nadie más era digno de probar aquel plato, era suyo, para él, delicioso, increíble y único.
Mario probó un bocado tras otro hasta terminar toda la carne que había fileteado para el momento, pero tenía más, y el hambre no paraba, al igual que el dolor que le impedía mover ya la parte izquierda de su cuerpo. Siguió fileteando carne en trozos pequeños, esta vez pasándolos en la fondue y acompañándolos con las salsas, era algo maravilloso y sólo lo disfrutaba él, sentía que no podía parar y no lo hizo.
Entonces ocurrió.
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